sábado, 21 de febrero de 2009

La Felicidad no es llegar a ningùn lugar, es saber el rumbo...


Imaginemos un señor que sale a navegar en su barco. Está en el puerto de Buenos Aires, embarca en su velero, iza las velas, leva anclas y se hace a la mar. En un momento determinado se desata una tormenta de viento, lluvia y remolinos tan furiosa y oscura, tan terrible y feroz, que el velero es virtualmente alzado en el aire y llevado mar adentro. De repente, el hombre se da cuenta de que ha perdido el control sobre su barco y que la nave se está alejando inquietantemente de la costa; como el marino no tiene instrumental, desconoce el lugar adonde se dirige, ni qué demonios va a suceder. Teme por su vida, se sujeta al palo mayor del mástil. Cuando la tormenta empieza a calmarse, a pesar de que el cielo no se despeja, se da cuenta de que mira para todos los lados y lo único que ve es agua. La costa ha desaparecido. Reconoce que está perdido porque la tormenta lo ha dejado a la deriva. El barco está sano, la vela está entera, el motor del barco funciona, pero él no tiene ni idea de adónde lo ha llevado la tormenta.

Entonces, quizá arrebatado por la falsa fe que a veces nos rapta en momentos desesperados, el hombre se hinca de rodillas y empieza a rezar. No reza porque sea religioso, sino por su desesperación. Se acuerda de su fe y entonces reza: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Estoy perdido! ¡Dios mío, ayúdame, no sé dónde estoy!". Y de repente, el cielo se abre y un rayo de sol desciende sobre el velero y se escucha una voz que dice: "¿Qué sucede?". El hombre está sorprendido, está frente a un milagro que le está pasando precisamente a él; imaginario o no, lo que está viendo es un milagro. Entonces contesta compungido: "Estoy perdido. La tormenta me llevó mar adentro. Ahora no sé dónde estoy". Entonces la voz le dice: "Estás a 28 grados de longitud sur y 35 grados de latitud oeste". "¡Gracias, Dios mío!", contesta nuestro hombre.

El cielo se cierra. El marino mira para todos lados y exclama de nuevo: "¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!". Y se vuelve a abrir el cielo: "¿Qué pasa ahora?". "Me acabo de dar cuenta de que, para no estar perdido, no me sirve de nada saber dónde estoy. Lo que yo necesito saber es adónde voy". Entonces la voz responde: "A Buenos Aires". "No, no, no, pero es que yo no sé dónde está el lugar adonde yo voy", responde el hombre. La voz precisa: "Buenos Aires está a 35 grados longitud sur". "No, no. Dios mío, estoy perdido, estoy perdido", continúa lamentándose el hombre. La voz, un tanto harta ya, pregunta de nuevo: "¿Qué pasa?".

"Para dejar de estar perdido, lo que yo necesito saber es el camino que va desde donde estoy hasta donde voy", responde el náufrago. "¡Uf!", resopla la voz. Entonces sucede un milagro más en este cuento. Cae sobre el bote un pergamino enrollado con una cinta color fucsia. El hombre lo extiende y comprueba que contiene en su interior un mapa. Arriba y la izquierda hay una lucecita roja que se prende y se apaga, y dice: "Usted está aquí". Abajo a la derecha hay un punto marrón que dice: "Buenos Aires". Y entre medio se puede ver un camino marcado de verde fosforescente que dice: "Remolino. Viento fuerte. Vado", para indicarle el camino. Él agradece el milagro, levanta el ancla, extiende la vela, coloca el mapa delante de su timón, enciende el motor para arrancar, mira para todos lados, consulta el mapa y vuelve a exclamar: "¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!".

Así termina esta historia. Esas últimas palabras del hombre ("¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!") nos quieren decir que, aunque uno sepa dónde está y pretenda saber dónde va, aun cuando sepa cuál es el camino que va desde donde está hasta donde va, si no conoce la dirección y no sabe el "hacia dónde", está perdido de todas maneras. Saber cuál es tu meta no te libra de que no estés perdido. Hace falta saber el rumbo para no estarlo.

La felicidad tiene que ver con conocer ese rumbo. No se relaciona con llegar a ningún lugar, sino con ir en una dirección adecuada. La felicidad no se refiere a la alegría vanidosa que da haber conseguido –o ser capaz de conseguir– lo que otros no consiguieron. Esto no hace feliz a la gente. Es mentira que la felicidad tenga que ver con estos logros tan tontos que hacen que, una vez que se consiguen, necesites buscarte uno nuevo porque ése ya no te sirve de ninguna alegría. La felicidad es como la mente clara que te dirige en una dirección; si tú vas en dirección al este, en dirección a ese punto, en ese rumbo, puedes ir infinitamente; y saber que estás en esa dirección (más allá de adónde llegues) puede inspirarte esa serenidad que te hará saber que estás en el camino correcto.
Del libro Camino a la felicidad..de Bucay

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